GUÍA DE TRABAJO MOVIMIENTOS
LITERARIOS
TEMA:
ROMANTICISMO
GRADO OCTAVO
CUARTA
FASE
I-
EL ROMANTICISMO
Contexto histórico- social
El Romanticismo fue un movimiento cultural y
político Y social que surgió en Europa a
finales del siglo XVIII y que tuvo su apogeo en la primera mitad del siglo XIX.
El romanticismo fue consecuencia de la ilustración y de la revolución francesa,
ideológicamente está ligado al liberalismo de la época. Tuvo su origen en
Alemania, de donde se extendió al resto de Europa.
Surge no solo
como un movimiento literario sino en una
actitud frente a la vida.
El romanticismo
busca la perfección humana como ideal de vida; la
conservación del espíritu; esa posibilidad
fue negada por la sociedad capitalista,
las máquinas el progreso material
desmedido.
La literatura, no ajena a los avatares de la
política, encuentra, sobre todo en la poesía, un arma espiritual de combate
para gritar su verdad No se resignan a
haber alcanzado la liberación política; anhelan también la intelectual, el
nacimiento de una literatura nacional que los represente geográfica, física,
humana, histórica y espiritualmente.
CARACTERÍSTICAS
§ El espíritu creador, la rebeldía, la libertad
§ Supervaloración del yo. Egocentrismo.
§ Fuerte individualismo y subjetivismo.
§ Angustia existencial
§ Choque con la realidad
§ Da importancia a los sentimientos, pasiones, sueños,
fantasía
TEMAS
DEL ROMANTICISMO
·
Amor frustrado
·
Destino trágico
·
La soledad
·
Locura y el suicidio.
·
Libertad.
·
Evasión.
La literatura, no ajena a los
avatares de la política, encuentra, sobre todo en la poesía, un arma espiritual
de combate para gritar su verdad No se
resignan a haber alcanzado la liberación política; anhelan también la
intelectual, el nacimiento de una literatura nacional que los represente
geográfica, física, humana, histórica y espiritualmente.
AUTORES:
José
Eusebio Caro, Julio Arboleda, Gregorio Gutiérrez González.
Epifanio
Mejía, Rafael Pombo, Candelario Obeso, Miguel Antonio Caro y Julio Flórez.
Jorge
Isaacs
TALLER
DE CONTEXTUALIZACIÓN Y ANÁLISIS LITERARIO
v Después de haber estudiado el contexto histórico -
social y las características del ROMANTICISMO
Responde:
1 -¿En
qué condiciones históricas surge la literatura del romanticismo?.
2-cuál
fue el ideal del hombre romántico
3-Define
los siguientes términos:
·
Melancolía
·
Revolución
·
Burguesía
·
Capitalismo
·
Espíritu
·
Idealizar
·
Castísimo
·
Delirio
·
meditación
·
Moral
·
Orlaba
·
Liberalismo
·
Positivismo
4-¿Qué
ideas tienes de una persona romántica?
5-Haz
una lista de cosas o situaciones que
puedes considerar hoy románticas
6 -Consulta
una breve biografía de Jorge Isaac
v -Después
de leer los fragmentos:
CAPITULOS -XVL- LXV la
novela” María”, obra Cumbre de Jorge Isaac
, Responde:
7--¿Qué relación encuentras entre el paisaje y el
estado de ánimo de los personajes?
8 -¿Quién
narra los hechos en la obra “María”? ,¿Qué tipo de narrador es?
9--¿Qué
dificultades se oponen a la felicidad de los
amantes?
10 ¿Qué
características del romanticismo se
pueden evidenciar en este relato?
María
Capítulo
XVI
En la tarde del
mismo día se despidió de nosotros el doctor, después de dejar casi
completamente restablecida a María y de haberle prescrito un régimen para
evitar la repetición del acceso, y prometió visitar a la enferma con
frecuencia. Yo sentía un alivio indecible al oírle asegurar que no había
peligro alguno, y por él, doble cariño del que hasta entonces le había
profesado, solamente porque tan pronta reposición pronosticaba a María. Entré a
la habitación de ésta, luego que el médico y mi padre, que iba a acompañarlo en
una legua de camino, se pusieron en marcha. Estaba acabando de trenzarse los
cabellos, viéndose en un espejo que mi hermana sostenía sobre los almohadones.
Apartando ruborizada el mueble, me dijo:
-Éstas no son
ocupaciones de enferma, ¿no es verdad? pero ya estoy buena. Espero no volver a
ocasionarte un viaje tan peligroso como el de anoche.
-En ese viaje no ha
habido peligros -le respondí.
-¡El río, sí, el
río! yo pensé en eso y en tantas cosas que podían sucederte por causa mía.
-¿Un viaje de tres
leguas? ¿Esto llamas...?
-Ese viaje en que
has podido ahogarte, según refirió aquí el doctor, tan sorprendido, que aún no
me había pulsado y ya hablaba de eso. Tú y él al regreso habéis tenido que
aguardar dos horas para que bajase el río.
-El doctor a
caballo es una maula; y su mula pacienzuda no es lo mismo que un buen caballo.
-El hombre que vive
en la casita del paso -me interrumpió María-, al reconocer esta mañana tu
caballo negro, se admiró no se hubiese ahogado el jinete que anoche se botó al
río a tiempo que él le gritaba que no había vado. ¡Ay! no, no; yo no quiero
volver a enfermarme. ¿No te ha dicho el doctor que no tendré ya novedad?
-Sí -le respondí-;
y me ha prometido no dejar pasar dos días seguidos en estos quince sin venir a
verte.
-Entonces no
tendrás que hacer otro viaje de noche. ¿Qué habría hecho yo si...
-Me habrías llorado
mucho ¿no es verdad? -repliqué sonriéndome.
Miróme por algunos
momentos, y yo agregué:
-¿Puedo acaso estar
cierto de morir en cualquier tiempo convencido de...
-¿De qué?
Y adivinando lo
demás en mi mirada:
-¡Siempre, siempre!
-añadió casi en secreto, aparentando examinar los hermosos encajes de los
almohadones.
-Y yo tengo cosas
muy tristes que decirte -continuó después de unos momentos de silencio-; tan
tristes, que son la causa de mi enfermedad. Tú estabas en la montaña... Mamá lo
sabe todo; y yo oí que papá le decía a ella que mi madre había muerto de un mal
cuyo nombre no alcancé a oír; que tú estabas destinado a hacer una bella
carrera; y que yo... ¡ah! yo no sé si es cierto lo que oí... será que no
merezco que seas como eres conmigo.
De sus ojos velados
rodaron a sus mejillas pálidas, lágrimas que se apresuró a enjugar.
-No digas eso,
María, no lo pienses -le dije-; no; yo te lo suplico.
-Pero si yo lo he
oído, y después fue cuando no supe de mí... ¿Por qué, entonces?
-Mira, yo te
ruego... yo... ¿Quieres permitirme te mande que no hables más de eso?
Había dejado ella
caer la frente sobre el brazo en que se apoyaba y cuya mano estrechaba yo entre
las mías, cuando oí en la pieza inmediata el ruido de los ropajes de Emma, que
se acercaba.
Aquella noche a la
hora de la cena estábamos en el comedor mis hermanas y yo esperando a mis
padres, que tardaban más tiempo del acostumbrado. Por último se les oyó hablar
en el salón como dando fin a una conversación importante. La noble fisonomía de
mi padre mostraba, en la ligera contracción de las extremidades de sus labios y
en la pequeña arruga que por en medio de las cejas le surcaba la frente, que
acababa de sostener una lucha moral que lo había alterado. Mi madre estaba
pálida, pero sin hacer el menor esfuerzo para mostrarse tranquila, me dijo al
sentarse a la mesa:
-No me había
acordado de decirte que José estuvo esta mañana a vernos y a convidarte para
una cacería; mas cuando supo la novedad ocurrida, prometió volver mañana muy
temprano. ¿Sabes tú si es cierto que se casa una de sus hijas?
-Tratará de
consultarte su proyecto -observó distraídamente mi padre.
-Se trata
probablemente de una cacería de osos -le respondí.
-¿De osos? ¡Qué! ¿Cazas
tú osos?
-Sí, señor; es una
cacería divertida que he hecho con él algunas veces.
-En mi país -repuso
mi padre- te tendrían por un bárbaro o por un héroe.
-Y sin embargo, esa
clase de partidas es menos peligrosa que la de venados, que se hace todos los
días y en todas partes; pues aquélla en lugar de exigir de los cazadores el que
tiren a derrumbarse desatentados por entre breñas y cascadas, necesita solamente
un poco de agilidad y puntería certera.
Mi padre, sin dejar
ver ya en el semblante el ceño que antes tenía, habló de la manera cómo se
cazan ciervos en Jamaica y de los aficionados que habían sido sus parientes a
esa clase de pasatiempo, distinguiéndose entre ellos, por su tenacidad,
destreza y entusiasmo, Salomón, de quien nos refirió, riendo ya, algunas
anécdotas.
Al levantarnos de
la mesa, se acercó a mí para decirme:
-Tu madre y yo
tenemos que hablar algo contigo; ven luego a mi cuarto.
A tiempo que entraba
a él, mi padre escribía dando la espalda a mi madre, que se hallaba en la parte
menos alumbrada de la habitación, sentada en la butaca que ocupaba siempre que
se detenía allí.
-Siéntate -me dijo
él, dejando por un momento de escribir y mirándome por encima de los
espejuelos, que eran de vidrios blancos y fino engaste de oro.
Pasados algunos
minutos, habiendo colocado cuidadosamente en su lugar el libro de cuentas en
que estaba escribiendo, acercó un asiento al que yo ocupaba, y en voz baja
habló así:
-He querido que tu
madre presencie esta conversación, porque se trata de un asunto grave sobre el
cual tiene ella la misma opinión que yo.
Dirigióse a la
puerta para entornarla y botar el cigarro que estaba fumando, y continuó de
esta manera:
-Hace ya tres meses
que estás con nosotros, y solamente pasados dos más podrá el señor A***
emprender su viaje a Europa, y con él es con quien debes irte. Esa demora,
hasta cierto punto, nada significa, tanto porque es muy grato para nosotros
tenerte a nuestro lado después de seis años de ausencia a que han de seguir
otros, como porque observo con placer que aun aquí, es el estudio uno de tus
goces predilectos. No puedo ocultarte, ni debo hacerlo, que he concebido
grandes esperanzas, por tu carácter y aptitudes, de que coronarás lucidamente
la carrera que vas a seguir. No ignoras que pronto la familia necesitará de tu
apoyo, con mayor razón después de la muerte de tu hermano.
Luego, haciendo una
pausa, prosiguió:
-Hay algo en tu
conducta que es preciso decirte no está bien: tú no tienes más que veinte años,
y a esa edad un amor fomentado inconsideradamente podría hacer ilusorias todas
las esperanzas de que acabo de hablarte. Tú amas a María, y hace muchos días
que lo sé, como es natural. María es casi mi hija, y yo no tendría nada que
observar, si tu edad y posición nos permitieran pensar en un matrimonio; pero
no lo permiten, y María es muy joven. No son únicamente éstos los obstáculos
que se presentan; hay uno quizá insuperable, y es de mi deber hablarte de él.
María puede arrastrarte y arrastrarnos contigo a una desgracia lamentable de
que está amenazada. El doctor Mayn se atreve casi a asegurar que ella morirá
joven del mismo mal a que sucumbió su madre: lo que sufrió ayer es un síncope
epiléptico, que tomando incremento en cada acceso, terminará por una epilepsia
del peor carácter conocido: eso dice el doctor. Responde tú ahora, meditando
mucho lo que vas a decir, a una sola pregunta; responde como hombre racional y
caballero que eres; y que no sea lo que contestes dictado por una exaltación
extraña a tu carácter, tratándose de tu porvenir y el de los tuyos. Sabes la
opinión del médico, opinión que merece respeto por ser Mayn quien la da; te es
conocida la suerte de la esposa de Salomón: ¿si nosotros consintiéramos en ello,
te casarías hoy con María?
-Sí, señor -le
respondí.
-¿Lo arrostrarías
todo?
-¡Todo, todo!
-Creo que no
solamente hablo con un hijo sino con el caballero que en ti he tratado de
formar.
Mi madre ocultó en
ese momento el rostro en el pañuelo. Mi padre, enternecido tal vez por esas
lágrimas y acaso también por la resolución que en mí encontraba, conociendo que
la voz iba a faltarle, dejó por unos instantes de hablar.
-Pues bien
-continuó-; puesto que esa noble resolución te anima, sí convendrás conmigo en
que antes de cinco años no podrás ser esposo de María. No soy yo quien debe
decirte que ella, después de haberte amado desde niña, te ama hoy de tal
manera, que emociones intensas, nuevas para ella, son las que según Mayn, han
hecho aparecer los síntomas de la enfermedad: es decir que tu amor y el suyo
necesitan precauciones, y que en adelante exijo me prometas, para tu bien,
puesto que tanto así la amas, y para bien de ella, que seguirás los consejos
del doctor, dados por si llegaba este caso. Nada le debes prometer a María,
pues que la promesa de ser su esposo una vez cumplido el plazo que he señalado,
haría vuestro trato más íntimo, que es precisamente lo que se trata de evitar.
Inútiles son para ti más explicaciones: siguiendo esa conducta, puedes salvar a
María; puedes evitarnos la desgracia de perderla.
-En recompensa de
todo lo que te concedemos -dijo volviéndose a mi madre-, debes prometerme lo
siguiente: no hablar a María del peligro que la amenaza, ni revelarle nada de
lo que esta noche ha pasado entre nosotros. Debes saber también mi opinión
sobre tu matrimonio con ella, si su enfermedad persistiere después de tu
regreso a este país... pues vamos pronto a separarnos por algunos años: como
padre tuyo y de María, no sería de mi aprobación ese enlace. Al expresar esta
resolución irrevocable, no es por demás hacerte saber que Salomón, en los tres
últimos años de su vida, consiguió formar un capital de alguna consideración,
el cual está en mi poder destinado a servir de dote a su hija. Mas si ella muere
antes de casarse, debe pasar aquél a manos de su abuela materna, que está en
Kingston.
Mi padre se paseó
algunos momentos por el cuarto. Creyendo yo concluida nuestra conferencia, me
puse en pie para retirarme; pero él, volviendo a ocupar su asiento e indicándome
el mío, reanudó su discurso así.
-Hace cuatro días
que recibí una carta del señor de M*** pidiéndome la mano de María para su hijo
Carlos.
No pude ocultar la
sorpresa que me causaron estas palabras. Mi padre se sonrió imperceptiblemente
antes de agregar:
-El señor de M***
da quince días de término para aceptar o no su propuesta, durante los cuales
vendrán a hacernos una visita que antes me tenían prometida. Todo te será fácil
después de lo pactado entre nosotros.
-Buenas noches,
pues -dijo poniéndome afectuosamente la mano sobre el hombro-: que seas muy
feliz en tu cacería; yo necesito la piel del oso que mates para ponerla a los
pies de mi catre.
-Está bien -le
respondí.
Mi madre me tendió
la mano, y reteniendo la mía, me dijo:
-Te esperamos
temprano; ¡cuidado con esos animales!
Tantas emociones se
habían sucedido agitándome en las últimas horas, que apenas podía darme cuenta
de cada una de ellas, y me era imposible hacerme cargo de mi extraña y difícil
situación.
¡María amenazada de
muerte; prometida así por recompensa a mi amor, mediante una ausencia terrible;
prometida con la condición de amarla menos; yo obligado a moderar tan poderoso
amor, amor adueñado para siempre de todo mi ser, so pena de verla desaparecer
de la tierra como una de las beldades fugitivas de mis ensueños, y teniendo que
aparecer en adelante ingrato e insensible tal vez a sus ojos, sólo por una
conducta que la necesidad y la razón me obligaban a adoptar! Ya no podría yo
volver a oírle aquellas confidencias hechas con voz conmovida; mis labios no
podrían tocar ni siquiera el extremo de una de sus trenzas. Mía o de la muerte,
entre la muerte y yo, un paso más para acercarme a ella, sería perderla; y
dejarla llorar en abandono, era un suplicio superior a mis fuerzas.
¡Corazón cobarde!
no fuiste capaz de dejarte consumir por aquel fuego que mal escondido podía
agostarla... ¿Dónde está ella ahora, ahora que ya no palpitas; ahora que los
días y los años pasan sobre mí sin que sepa yo que te poseo?
Cumpliendo Juan
Ángel mis órdenes, llamó a la puerta de mi cuarto al amanecer.
-¿Cómo está la
mañana? -le pregunté.
-Mala, mi amo;
quiere llover.
-Bueno. Vete a la
montaña y dile a José que no me espere hoy.
Cuando abrí la
ventana me arrepentí de haber enviado al negrito, quien silbando y tarareando
bambucos iba a internarse en la primera mancha de bosque.
Soplaba de la
sierra un viento frío y destemplado que sacudía los rosales y mecía los sauces,
desviando en su vuelo a una que otra pareja de loros viajeros. Todas las aves,
lujo del huerto en las mañanas alegres, callaban, y solamente los pellares
revoloteaban en los prados vecinos, saludando con su canto al triste día de
invierno.
En breve las
montañas desaparecieron bajo el velo ceniciento de una lluvia nutrida, que
dejaba oír ya su creciente rumor al acercarse azotando los bosques. A la media
hora, turbios y estrepitosos arroyos descendían peinando los pajonales de las
laderas del otro lado del río, que acrecentado, tronaba iracundo y se divisaba
en las lejanas revueltas amarillento, desbordado y undoso.
Capítulo LXV
En la tarde de ese día, durante el cual había visitado yo todos los
sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para
emprender viaje a la ciudad, pasando por el cementerio de la Parroquia donde
estaba la tumba de María. Juan Ángel y Braulio se habían adelantado a esperarme
en él, y José, su mujer y sus hijas me rodeaban ya para recibir mi despedida.
Invitados por mí me siguieron al oratorio, y todos de rodillas, todos llorando,
oramos por el alma de aquélla a quien tanto habíamos amado. José interrumpió el
silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una súplica a la
protectora de los peregrinos y navegantes.
Ya en el corredor, Tránsito y Lucía, después de recibir mi adiós,
sollozaban cubierto el rostro y sentadas en el pavimento; la señora Luisa había
desaparecido: José, volviendo a un lado la faz para ocultarme sus lágrimas, me
esperaba teniendo el caballo del cabestro al pie de la gradería: Mayo, meneando
la cola y tendido en el gramal, espiaba todos mis movimientos como cuando en sus
días de vigor salíamos a caza de perdices.
Faltóme la voz para decir una postrera palabra cariñosa a José y a sus
hijas; ellos tampoco la habrían tenido para responderme.
A pocas cuadras de la casa me detuve antes de emprender la bajada a ver
una vez más aquella mansión querida y sus contornos. De las horas de felicidad
que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones
que me había dejado al borde de su tumba.
Llegó Mayo entonces, y fatigado se detuvo a la orilla del torrente que
nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder: sentóse
sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuviesen algo
de humano, como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado, y
reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez.
A la hora y media me desmontaba a la portada de una especie de huerto,
aislado en la llanura y cercado de palenque, que era el cementerio de la aldea.
Braulio, recibiendo el caballo y participando de la emoción que descubría en mi
rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un paso más. Atravesé por enmedio
de las malezas y de las cruces de leño y de guadua que se levantaban sobre
ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con
algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los
árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos
tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias,
sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acérqueme. En una plancha negra
que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: «María...».
A aquel monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la
interroga, que la maldice... que le ruega, que la llama... demasiado elocuente
respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas
bañaban.
El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me hizo levantar la frente del
pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome una corona de rosas y
azucenas, obsequio de las hijas de José, permaneció en el mismo sitio como para
indicarme que era hora de partir. Púseme en pie para colgarla de la cruz, y
volví a abrazarme a los pies de ella para darle a María y a su sepulcro un
último adiós...
Había ya montado, y Braulio estrechaba en sus manos una de las mías,
cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido
siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia
la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su
espantoso canto.
Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo
vasto horizonte ennegrecía la noche.
AUTOR:
Jorge Isaacs